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Chavistamente: Un autobús en la tormenta

"Cabeza fría y nervios de acero, avanza el autobús. Los pasajeros otra vez mostrando nuestra grandeza colectiva y, al volante, el chofer que nos ha conducido fuera de tantas otras peligrosas tormentas"
Con el Mazo Dando

Publicado: 18/03/2020 03:21 PM

La avenida está bloqueada. A pesar de eso el autobús sigue su camino, su chofer desacelera, acelera, toca el freno, cruza por calles insospechadas. De entre los pasajeros sentados a la derecha, salta un bobo y se pone un gorro de chofer también, y agarra un volante invisible y gira para acá, y gira para allá, y hace como si toca corneta, y anuncia paradas inexistentes, y dice que él es el verdadero chofer porque un señor que tiene una limosina le dijo que él era el único y verdadero. Sigue el autobús su curso, ignorando al gafo que mueve un volante que no existe mientras su gafa lo filma para tuitear que el chofer imaginario maneja finísimo. 

Los pasajeros sentados a la derecha, decidieron oootra vez, desconocer oootra vez al chofer nunca habían reconocido. Y más que desconocer al chofer, desconocieron la realidad, como siempre lo hacen, y pretendieron ignorar que el autobús no cruzaba a la derecha cuando el bobo giraba su volante invisible hacia allá, que no frenaba cuando el bobo pisaba el freno imaginario, y que la corneta no sonaba, por mucho que el bobo gritara ¡Mññfgdhhg bip bip!. Y llamaron a su bobo “Chofer (E)”. 

Con un caucho liso y otro medio desinflado por los miguelitos y los obstáculos que bloquean la avenida y casi todas las vías, sigue el autobús avanzando por caminitos y atajos, esquivando zancadillas. 

El camino es largo y complejo y en este autobús hay de todo: los que les amarga ir en este cuando hay otros autobuses más lindos con letreros en inglés. Los que queman la tapicería de los asientos deseando que arda todo. Los que callan y otorgan deseando también el incendio. Los que parchan lo roto, como pueden. Los que le dicen a los que parchan cómo se debe parchar, mientras se quejan porque el chofer –¡cónfiro!–, cayó el un hueco que había en la calle, –¡cónfiro!– y ¿qué hacemos por esta calle si la ruta es por la avenida?, y que –¡cónfiro!–, que no me vengan con que la avenida está bloqueada porque yo mismito vi que está llena de bodegones atiborrados de Nutella.

Los que leyeron todos los manuales de conducción de autobús en francés. Los que, sin haber manejado ni una bicicleta, saben que así no se maneja un autobús. Los que pertenecen a una casta genéticamente autobusera, porque son hijos o sobrinos de algún legendario mecánico y merecen veneración por una gesta que no les pertenece. Los que insisten en que hay una sola vía, recta, limpia de polvo y paja, impoluta, derechita para allá… Que así no se hace, que por ahí no es… 

Los que se quejan de todo, todo el tiempo, porque nada de lo que hace el chófer sirve, ni siquiera las arepas que reparte a la hora de la comida, nada, nada, dicen mientras mastican, quejándose con la boca llena, quejándose siempre, tanto que creen que la arepa que se están comiendo no se la están comiendo y que, de paso, el sánduche que guardan en la cartera el chofer malvado se los va a quitar. Se quejan tanto que se convencen de que el autobús es tan, pero tan malo que hay que llamar al dueño de la chivera y para que lo destroce en pedacitos, que lo explote –¡Maldito autobús!– para que no quede nada de ese chofer, que no lo sorporto, ni de esos negros hurriblis que van en los asientos de la izquierda. 

Un pasajero tose. Todos se inquietan. El chofer, sin dejar de conducir, dicta medidas para evitar que todos terminen tosiendo, o peor, porque lo que acaba de entrar por una ventana abierta es un virus muy malo y debemos actuar todos con disciplina o se jodió todo el mundo. El chofer manda a cerrar las ventanas, a quedarnos quietos, a mantener las manos en los bolsillos. Lo dice con aplomo, sus ojos transmiten seguridad, tranquilidad; su voz es la del que sabe cómo se conduce el autobús en la tormenta.

Los pasajeros, aún los que fingían creer que el bobo del volante invisible era el verdadero chofer, acatan las órdenes del chofer verdadero, sin pestañear. El peligro no admite estupidez, y nada más estúpido que pretender seguir fingiendo una realidad que no es. 

El bobo, apuradito, repite las instrucciones del chofer y su boba le dice: ¡Coye, pareces un chofer de verdad y yo una primera recolectora. ¡Clic! Y se saca un selfie. Nadie les hace caso. 

El autobús sigue, ahora, por un camino más peligroso. El chofer, más que nunca, con la vida de todos los pasajeros en sus manos. Los pasajeros lo saben. Entonces todo lo complicado, variado, incómodo para unos y para otros, lo tanta veces insoportable, lo irreconciliable; queda a un lado, y una organización, filtrada en nuestro autobús a la largo de los últimos veinte años, se hace efectiva. Una disciplina que desbarata el estúpido mito que difunden los acomplejados que creyeron que la organización y la conciencia son catiras y viajan en un autobús con letreros en inglés.

Cabeza fría y nervios de acero, avanza el autobús. Los pasajeros otra vez mostrando nuestra grandeza colectiva y, al volante, el chofer que nos ha conducido fuera de tantas otras peligrosas tormentas. Avanza el autobús a buen terminal de La Bandera.

¡Nosotros, todos, venceremos!

CAROLA CHÁVEZ

@tongorocho